Siempre me hablaron los antiguos sobre este libro, pero no me decían nada sobre el autor. Lo coloco acá por si desean leer esta maravillosa novela histórica, aunque con muchos toques de mera fantasía.
El Mártir del Gólgota
De Enrique Pérez Escrich (1829-1897).
https://es.wikisource.org/wiki/Autor:Enrique_P%C3%A9rez_Escrich
Los impíos idólatras del Olimpo de Homero, los sensuales adoradores de Venus la prostituta y Mercurio el ladrón, los corrompidos cortesanos del Capitolio, languidecían en brazos de la pereza y el amor.
Aquella paz inalterable les llenaba de admiración, y un día subieron al templo á consultar el oráculo de Apolo cuánto tiempo duraría. - El oráculo les respondió estas palabras: Hasta que para Ana Virgen. Creyendo que por el orden natural, era imposible que esto sucediera, pusieron esta inscripción sobre la altiva puerta: Templo de la paz eterna. 'Mientras tanto la sibila de Cuma, la inspirada poetisa, vaticinaba en la ciudad impía de los Sibaritas la venida de Jesucristo.
Octavio Augusto reunió su consejo, y la profetisa fue interrogada. El César quería saber si nacería otro hombre mayor que él. El emperador esperaba una respuesta, cuando un círculo de oro apareció alrededor del sol. En el centro, rodeada de vivos rayos, se hallaba una Virgen llevando un hermoso Niño en los brazos.
La Sibila entonces, extendiendo su mano hacia el brillante foco del cielo, exclamó con voz profética:
—Ese Niño es mayor que tú, adórale.
De repente oyese una voz misteriosa que
decía: Esta es la ara santa del cielo (1). Esto sucedía en Roma cuando en
Oriente, en la moderna Babilonia, en la populosa Seleucia, apareció una
estrella que, arrancando de sus palacios á los reyes magos, les condujo con su
resplandor á la puerta de un establo de Belén.
La profecía de Balaán se cumplía. La estrella de Jacob acababa de nacer en los cielos. Del Oriente llegaban unos idólatras á depositar á los pies de una cuna la primera piedra del cristianismo. La voz del ángel despertó á los pastores en sus chozas, y éstos y los magnates se hallaron al lado de un lecho á cuyo pié iba á morir el mundo pagano.
Un Niño hermoso como el sueño del justo, rubio como las espigas de Egipto, se agitaba sonriendo dulcemente sobre un montón de paja: hijo de una Virgen, nacía en un pesebre y estaba destinado á redimir el mundo.
Este recién nacido era el Mesías anunciado por los profetas. Los dioses terribles del paganismo Molok, Tifón, Ahriman, doblaron su ceñuda frente ante Jesús, el Dios hombre, el Dios de la pobreza y la mansedumbre, que vestido con la túnica del mendigo, buscaba la choza del humilde para vivir con él y enseñarle estas consoladoras palabras: Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
El hombre entonces empezó á sentir en su seno el germen de una nueva vida, y cuando el cansancio le hacía caer bañado en sudor sobre el arado, elevaba los ojos llenos de dulces lágrimas al cielo, y le pedía á Dios fuerzas para esperar el día de la recompensa.
El esclavo, sacudiendo la cadena, lanzó una mirada en torno suyo y permaneció con el oído atento, hasta que poco á poco fue animándose su fisonomía, y una sonrisa melancólica apareció en sus labios. La esperanza había brotado en su corazón, la cadena caía rota á sus plantas; porque estas palabras pronunciadas por Dios habían llegado á sus oídos: Todos somos hermanos.
Los desgraciados entonces se agruparon en derredor de Jesucristo, pastor de almas, que cruzaba la tierra' buscando al afligido para enjugar sus lágrimas y derramar en su angustiado corazón la rica semilla de la fe cristiana.
Allí donde gemía una criatura, allí estaba Jesús para consolarla. Allí donde se lamentaba un enfermo, allí estaba el Nazareno para devolverle la salud. Sus palabras fueron el copioso manantial de la caridad y del consuelo donde la humanidad aplicó su sedienta boca, y mitigando la abrasadora sed que devoraba su pecho, exclamó con entusiasmo: Creo en Tí, Dios mío, porque entre los innumerables beneficios que tu venida nos trajo, guardaremos uno en nuestro corazón eternamente; porque él es el escogido entre los escogidos, es el pan del alma cristiana, la divina antorcha que nos enseña el camino de la gloria: tu santa doctrina, los Evangelios.
Jesús apareció como el ángel del bien sobre la tierra, en Samaria, en Canaán, en Bethania, en Galilea, en Jerusalén. Se vio rodeado de un pueblo, que sediento de amor, derramaban flores ante sus plantas, y llamándole su Dios, su Rey, le pedía con las lágrimas en los ojos que le enseñara su nueva doctrina.
Su fama, sus hechos, sus milagros, corrieron de boca en boca por todos los ámbitos del mundo, hasta que un día estas palabras, todos somos iguales, llegaron á oídos de los pontífices y pretores de Jerusalén
Los tiranos se estremecieron en sus palacios, y girando en torno* sus sangrientos ojos, buscaron al hijo del pueblo que se atrevía á llamarse el Dios de la humanidad, Rey de los Fariseos, cuyas palabras empezaban á trastornar el orden de las cosas.
Le hallaron por fin, le interrogaron, y al oir la santa verdad de su doctrina, retiráronse avergonzados tartamudeando con torpe lengua estas palabras: Con este hombre la ciencia es impotente...
¿Será el Mesías?
Desde entonces, en sus sueños, en sus báquicas orgias, hasta en el borde de la humeante copa vieron escritas estas palabras: El que es mas grande de vosotros será vuestro criado. Calcularon sus fuerzas y la inmensidad del peligro que les amenazaba, y rugiendo como el huésped de los bosques de Africa , mientras con la una mano so apretaban el corazón, devorado por la conciencia, con la otra firmaban la muerte del Redentor.
Su rabiosa impotencia, su ciego orgullo, elevó un cadalso á Dios. La tragedia divina tuvo su desenlace. Cristo subió al Calvario, lanzó el último suspiro en brazos del sagrado leño, descendió desde allí al sepulcro, y al tercer día se elevó al cielo en apoteosis.
Sus lágrimas cayeron sobre el corazón de la humanidad como gotas de rocío; sus palabras fueron la fuente del consuelo; su sangre la preciosa semilla de la religión cristiana; la cruz el sagrado signo de la redención, la llave del paraíso. Las profecías se habían cumplido.
Los apóstoles de la fé, los propagadores de la nueva ley, se estendieron sobre la tierra, y buscando el martirio comenzaron á sembrar la palabra humanidad, desconocida hasta entonces.El Cristianismo creció como una bola de nieve. Los circos de Roma, los tormentos de la India, no pudieron aplastar su hermosa cabeza. Nerón, Cómmodo, Diocleciano, Magencio, esos verdugos déla humanidad, sacrificaron más de un millón de cristianos; pero el cristianismo renació como el ave fénix de sus cenizas. Por todas partes brotaban nuevos retoños de la fé que extendían su jóven y poderosa sávia en el corazón de la humanidad. Las aguas del bautismo cayeron como el rocío celeste sobre los hijos de los idólatras.
Las mujeres, con la sagrada institución del matrimonio cristiano, tuvieron una posición social, una familia; y como si todos estos beneficios no proclamaran la divinidad del Galileo, la impía Jerusalén, la ingrata ciudad de los fariseos, cayó convertida en escombros ante los romanos de Vespa- siano y Tito, sepultando entre sus ruinas un millón de habitantes que la celebración de la Pascua había reunido en la ciudad sacerdotal.
La profecía del Mártir del Gólgota se había cumplido. El cristianismo, salvando á la sociedad de una ruina cierta, abrigó en su cariñoso seno los restos de la civilización y del arte. El plan de nuestro libro abarca todos esos grandes acontecimientos que presenció el pueblo de Israel.
Antes de dar principio, hemos procurado
estudiar las Sagradas Escrituras, las costumbres hebreas y las poéticas
tradiciones de Oriente. Sin faltar al dogma, muchas veces hemos adoptado el
estilo poético, tan necesario á un libro de esta índole. La fé y la religiosa
admiración que nos inspira el que lanzó su último suspiro en el monte de la
Calavera, nos ha
empujado á componer una obra que nos asombraba
al concebirla, y que hoy, viéndola terminada, la damos á luz con respeto y veneración.
Júzguela, pues, todo aquel que nos honre
leyendo nuestro libro, y lejos de creerle una obra importante, téngalo solo
como un grano de arena que colocamos en la inmensa pirámide del
Cristianismo, elevada por las santas palabras
del Mártir del Gólgota
LIBRO PRIMERO.
DIMAS.
¿Qué otra cosa es la Escritura, si no una
carta del Omnipotente & los hombres? Ruégote que estudies y medites cada
día las palabras de tu Criador,
aprendiendo así áconocerle en ellas.—(SAN GREGORIO MAGNO, Libro IV, Epist. 39.)
CAPITULO
PRIMERO.
El pueblo errante.
Hermoso cielo de Galilea: mis ojos no han admirado, por desgracia, las poéticas tintas de tus crepúsculos. ’ Perfumadas faldas del Carmelo: mi pecho no ha respirado el balsámico aroma de tus brisas. Frescas riberas del Jordán: mis profanos labios no se han humedecido jamás con el claro manantial de tu corriente santa.
Sagrada cumbre del monte de la Calavera: mis plantas no han hollado tus calcinadas arenas empapadas un dia con la sangre de Dios y las lágrimas de la Virgen. Anciano Olivete, cuya cima sirvió de pedestal al Naza reno cuando las nubes celestes descendieron del Paraíso para arrebatarle de la mansión del hombre: la brisa vespertina que agita las pequeñas y aterciopeladas hojas de tus oliveras no ha oreado mi frente nunca.
Líbano inmortal, majestuoso fantasma de los tiempos, que guardas en tus mudos anales la historia monumental; Balbek desconocido á los hombres , que fecundizas con el húmedo polvo de tu nieve el llano de Blak, que oreaste la plateada cabellera del solitario Noé, y presenciaste la divina tragedia del Gólgota, lanzando un gemido de dolor cuyo eco fué á perderse en las profundas concavidades de tus barrancos: el oloroso perfume de tus cedros, el brillador reflejo de tus cordilleras no han detenido mi paso para admirarte desde los pintorescos valles de Zakle.
Y tú, reina del Asia, cumbre inaccesible del Sabino, que ocultas la eterna nieve de tu cima en el tranquilo azul del firmamento; el húmedo polvo que el viento de la tarde arranca á tu nevada cabellera, no ha humedecido mi traje, no ha cegado mis ojos. Yo no he tenido la dicha de admirarte, hermosa y poética Palestina.
Los ojos del cuerpo no se han extasiado contemplando los campos de Zubalon cubiertos eternamente de violetas. Yo envidio á los ilustres viajeros, á los cristianos peregrinos que han recorrido el dilatado suelo que ocuparon tus doce tribus desde el monte Hermon hasta el torrente de Egipto, desde las cordilleras de Galaad hasta las tempestuosas playas del mar occidental.
La historia de tu pueblo ha sido mi libro favorito desde que mi lengua comenzó á ligar las letras del alfabeto.Pero ¡ay!... ¿Qué se hicieron los descendientes de Abraham y de Jacob?... El pueblo de Israel... tan sabio, tan valiente, esa raza de donde nacieron los profetas, esas tribus que inmortalizaron los nombres de sus jefes, ¿en dónde están? ¿Qué punto de la tierra ocupan? ¿Dó se halla su hogar, cuál es su patria?
Dios nació entre ellos, y la sangre de su Dios que derramaron, pesa sobre sus cabezas como una maldición, y los empuja por el mundo como débiles aristas que arrastra sin rumbo cierto el poderoso soplo del huracán. El ariete romano ha convertido en escombro sus poderosas ciudades; la triunfadora espada de los hijos del Tiber segó sus gargantas; las sombras terribles de Vespasiano y Tito se ciernen todavía sobre las sangrientas ruinas de Jerusalen, espantando el sueño y arrancando lágrimas de luto y vergüenza á los descendientes de los Macabeos.
La hora anunciada por los profetas sonó en el horario incorruptible de los tiempos; las águilas y los cuervos que anidaban en las quebradas rocas del Líbano, sumisas al mandato de Dios, se cernieron sobre el llano de la ciudad maldita.
Sus corvos picos, sus aceradas garras, destrozaron sin piedad las entrañas de los deicidas, y los que sobrevivieron á tan horrible catástrofe, legaron á sus hijos una maldición eterna y una vida errante y vergonzosa hasta la consumación de los siglos.
Las profecías se han cumplido: el templo de Sion no alza sus soberbios pórticos; sus puertas de oro no se abren ante el paso del sacerdote hebreo; los descendientes de Jacob ya no acuden á sacrificar ante los altares del Dios invisible de sus mayores, y las arpas y los salterios de las hijas de Judá no elevan dulces y poéticas melodías al Santo de los Santos.
Moisés, el intérprete de Jehová, tu sabio legislador, tu dogma, ya no volverá á ilustrarte en el desierto.En vano esperas, pueblo maldito, la venida del Mesías: en tu seno tuvo su cuija, su rostro escupiste, su sangre derramaste, y su maldición aplasta con su peso la prosperidad de tus hijos. No esperes, no, que los campos de Gabaon se cubran nuevamente con los laureles de Josué y los despojos sangrientos de los cinco reyes mandados por Adonisech.
Aquella batalla, que duró tres días sin ponerse el sol, solo pudo efectuarse por la voluntad de Dios, y Dios ha lanzado su terrible maldición sobre tu raza. Por eso la bandera de los Macabeos no volverá á pasearse triunfante por la hostil Samaria, ni los valientes hijos de Matatías alzarán sus tiendas sobre las altas cumbres del Garizim.. Débora ya no administrará justicia á las sombras de las palmeras de Efraim, ni el canto de Johel, la mujer fuerte, reanimará en los combates el valor de los hijos de Judá.
La hermosa Ester no tornará á salvar á su pueblo del furor de sus enemigos, ni Elias, rayo de Dios, hará llover fuego del cielo para encender la leña verde del sacrificio. Tus conquistas no se estenderán desde el Mediterráneo al Eufrates, como en tiempo de David, el ungido del Señor, ni tus hijos gozarán en paz á la sombra de sus sauces las inmensas riquezas que les proporcionaba el floreciente reinado del rey de los cantares.
Salomon, el bien amado del Señor, ya no enviará sus naves á Ofir, tierra del oro, ni paseará las calles de la ciudad santa con su carro de bronce de Corinto, en cuyo frente se leia con letras de
diamante: Yo te amo ¡oh querida Jerusalem! . La
reina del Mediodía, la hermosa Nicaulis, no llegará atraída por la fama de tu
opulencia montada en su dromedario de Efa, y resplandeciente como un mar de oro
sembrado de plata y esmeraldas, para regalarle á tu rey tres elefantes cargados
de aromas, perfumes, polvos de oro y piedras ' preciosas.
Tus naves no esplotarán el comercio del mar Rojo, ni de las costas orientales de Africa, como en tiempo de Josa- fat, ni tus hijos hallarán en el destierro otro Zorobabel que les guie hasta sus abandonados lares y reedifique el derruido templo de sus mayores.
CAPITULO II.
Solo en el mundo.
La luna rompía de vez en cuando las espesas nubes que
la ocultaban, dejando caer un rayo de su luz
clara y suave sobre las altas cimas de los montes de Samaria, que cual negros y
encadenados fantasmas estendian su sombría loma del Este al Oeste.
El monte Hebal, más encrespado, más tétrico, más imponente que sus hermanos, se alzaba en medio de aquella apretada cordillera como un gigante amenazador, maldiciendo la impiedad de los rebeldes samaritanos.
El viento norte comenzó á silbar entre los espinos y las grietas de las rocas, y pronto apiñados escuadrones de nubes repletas de electricidad se estendieron con veloz carrera 'desde las riberas del mar occidental á las pacíficas márgenes del Jordan.
El trueno sordo y lejano comenzaba á agitarse en el espacio anunciando con su potente voz á los hijos de Semer la próxima tempestad que iba á rugir sobre sus cabezas. La atmósfera se condensaba por instantes, y de su vaporoso seno gruesas y precipitadas gotas comenzaron á caer sobre la seca tierra de los adoradores del becerro, apellidada por los judíos casa de iniquidad. Todo anunciaba una de esas tempestades terribles que con tanta frecuencia se improvisan bajo el cielo de Palestina.
Los relámpagos comenzaron á sucederse con
rapidez, y el trueno, recorriendo el espacio, redoblaba su poderoso acento. Sobre
la alta cima del monte Hebal, suspendido junto á un profundo precipicio, como
el nido de una águila, alzaba sus negros y toscos muros un castillo de pobre y
tétrica arquitectura.
Aquella sombría fortaleza, levantada allí por la mano atrevida de los cutheos después de la dominación de los asirios, se hallaba habitada en la época de Herodes por una gavilla de malhechores. Su jefe, jóven que apenas contaba veinte años de edad, valiente y temerario, á quien una venganza habia empujado á la vida aventurera del salteador de caminos, práctico en el terreno, se burlaba de los soldados herodianos, y cargado de botín regresaba á su madriguera inespugnable donde saboreaba con sus satélites los despojos del pillaje.
Un relámpago encendió por un momento el oscuro horizonte, y á su rojiza claridad viéronse unos hombres que se deslizaban por la quebrada y resbaladiza pendiente del monte Hebal en dirección á los barrancos de Garizim.
Los nocturnos viajeros caminaban dejando á su espalda la fortaleza de Hebal, sin hacer caso de la tempestad que bramaba en el espacio, ni importarles las oscuras tinieblas que les envolvían, ni lo peligroso de la senda por la que avanzaban con paso precipitado y seguro. Un relámpago iluminó por dos segundos el espacio. Su rojiza luz caia sobre los misteriosos caminantes, bañándoles con su tétrica y fantástica claridad.
Entonces se pudo ver que eran ocho; su traje, mezcla de hebreo y romano, sus frentes tostadas por el sol, y sus hirsutas y despeinadas barbas, les daban un aspecto feroz. Entre ellos iba un joven en cuyo rostro apenas apuntaba el bozo: vestía un túnico gris como los nazarenos; un turbante alto con mangas de lino se arrollaba por su cabeza, y un matelot de pelo de camello le servía de manto.
Su mano derecha oprimía la corta jabalina de tres puntas de los soldados del César, y en su cintura colgaba el largo puñal de los samaritanos. Este joven era el jefe de los bandidos: su valor temerario le había elevado entre sus compañeros, á pesar de sus pocos años, al puesto de capitán. Su talle era esbelto; su fisonomía franca y enérgica; sus ojos negros, velados por largas y espesas pestañas, lanzaban miradas irresistibles cuando la cólera devoraba su corazón dulces y compasivas cuando la calma se hospedaba en su pecho. Ni una sola línea se hallaba en su semblante que inspirara repugnancia: era casi hermoso.
Al verle caminar entre aquellos forajidos de rostro repugnante , mirada sangrienta y descompuesto y asqueroso vestido, se hubiera dicho que su jefe era su prisionero. El joven capitán de los bandidos samaritanos se llamaba Dimas, nombre que treinta y dos años mas tarde debía inmortalizar en la cumbre del Gólgota, el Mártir de la Cruz, el Redentor del hombre. Dimas era hijo de un honrado platero de Jerusalén. Desde sus mas tiernos años había demostrado un cariño sin límites hacia todos los niños de menor edad que la suya, un respeto
profundo á las canas y una veneración extrema
á los cadáveres.
Creció aprendiendo, como buen israelita, el
oficio de su padre, viéndosele siempre rodeado de los muchachos del barrio, con
los cuales repartía sus frutas y sus juguetes. Cuando pasaban un cadáver por su
calle, Dimas, si sus ocupaciones se lo permitían, seguía el séquito fúnebre
hasta el valle de Josafat, brindándose siempre á ayudar á los enterradores á
colocar el cadáver en el hueco sepulcro.
Un día Dimas se quedó huérfano; el hijo lloró la repentina é inesperada muerte del bondadoso padre, y con los ojos aun enrojecidos por el llanto encaminóse á casa de un lapidario para que hiciera un modesto sepulcro para las cenizas de su padre.
El ajuste quedó cerrado por mil doscientos óbolos (1); pero cuál no sería su sorpresa cuando al llegar á la casa mortuoria, en donde aun el frió cadáver descansaba en su lecho de muerte, se encontró á tres fariseos, un centurion romano y un alcabalero, que estaban confiscando la pequeña fortuna del difunto joyero.
—¿Qué hacéis en mi casa? Les preguntó Dimas
con asombro.
—Tomar con autorización de la ley y el poder
romano lo que tú padre me adeudaba, le respondió un anciano.
—El soplo de la muerte ha enmudecido la boca
de mi padre: él no puede responderte; pero yo te juro por el Dios invisible de Abraham,
Isaac y Jacob, que nada me ha dicho nunca de la deuda que ahora le reclamas.
—No miente un fariseo que peina canas en la
barba, y que doblega la frente ante el ara de Sion: estos que me acompañan son testigos
del préstamo que le hice, y por cierto que con todo lo que posee no alcanza á
las dos terceras partes de lo que me debe.
Dimas, aturdido, desconcertado, traspasado el corazón de dolor y de sorpresa, no hallaba palabras que contestar á aquel anciano que le iba á sumir en la miseria. Los testigos afirmaron la verdad de las palabras del fariseo, y el alcabalero siguió su curso, sin detenerle el doloroso ademan del pobre huérfano.
—Pues bien, anciano, llévate todo mi erario,
mis vestidos, mi cama, si quieres; no me opongo: yo soy jóven y robusto, y no
me asusta el trabajo. Pero concédeme al menos un favor.
—Habla, le dijo con sequedad el fariseo. .
—Préstame dos mil óbolos: yo te los
restituiré.
—¡Dos mil óbolos! ¡Tú estás loco, mancebo!
¡Cómo podrías pagarme tan enorme suma!
—Trabajando para tí, si es preciso, toda mi
vida.
—No puedo servirte.
—Véndeme como esclavo, si quieres.
—Un fariseo israelita no puede vender á un
descendiente de su raza. .
—Por la santa sinagoga, te ruego, anciano,
que no me niegues lo que te pido.
— ¡Ea, acabemos! Exclamó el fariseo con
marcadas muestras de mal humor. '
—Piénsalo que haces, volvió á decir Dimas
rechinando los dientes de furor, viendo la dureza de aquel viejo.
—¡Me amenazas!
—Te aviso solamente.
—Yo te desprecio.
—¡Mira que ese dinero que te pido es para
enterrar á mi padre!
—Los pobres no necesitan sepulcros habiendo
muladares.
—¡Miserable! Gritó Dimas, cogiendo con
nervudas manos al viejo fariseo por el cuello; mi padre y tú bajareis á un
mismo tiempo al sepulcro.
Los testigos arrancaron de las manos de Dimas al fariseo, no sin trabajo, y dos horas después el jóven huérfano se hallaba en un tétrico calabozo de la torre Antonia. Dimas tenisi entonces diez y ocho años, edad en que las pasiones y los sentimientos no se ocultan, no se compriman.
Al verse solo en el mundo, encerrado en aquellas húmedas y tétricas paredes, lloró como un niño, porque recordaba las caricias de su bondadosa madre y el insepulto cadáver del anciano autor de sus dias.
CAPITULO
III.
Tmto es trato el dolor, como el placer, tienen su término; y se agotan cuando el corazón se hastía ó se encallece. El pobre huérfano acabó por no encontrar lágrimas en sus ojos. Tres meses olvidados de los hombres permaneció en un húmedo y sombrío calabozo, soñando siempre en la hora apetecida de la venganza.
Una mañana entró el carcelero á notificarle que estaba libre. Dimas corrió á su casa, y entonces supo por un vecino que el cuerpo de su padre había permanecido insepulto seis dias, y que por fin los enterradores le habían arrojado á un muladar en donde se depositaban los cadáveres de los leprosos.
Dimas oyó el repugnante relato sin despegar los labios. Ni una lágrima asomó á sus ojos: su corazón se había encallecido; pero la venganza crecía en su pecho como una roja amapola en mitad de un campo estéril y abrasado por el sol de Egipto. Durante el resto del dia y la noche, vagó sin rumbo ni dirección por las calles de Jerusalén Al amanecer vió que se hallaba en el barrio de Bezeta ó ciudad nueva.
Aquellas calles estrechas, sucias, tortuosas, pertenecían á la rica, á la opulenta Jerusalén; pero ni el canto de Sion, ni los perfumes de los jardines de IHerodes, ni el lujo de la ciudad de David llegaban hasta ellas. La habitaban modestos mercaderes de lana, industriosos ’armeros, y gente, en fin, dedicada al trabajo y al comercio.
Dimas, cansado, sin saber á donde dirigir sus pasos, se recostó sobre una puerta que permanecía cerrada. Maquinalmente sus ojos se fijaron en las relucientes hojas que colgaban de una especie de aparador, formado con hilos de cáñamo. Dimas pensó comprar uno de aquellos puñales, y su mirada, fijándose en el abundante mostrarlo, comenzó á buscar la hoja que debía ser la ejecutora de su venganza.
—¿Cuánto vale este cuchillo? Preguntó
señalando una ancha hoja de Damasco que colgaba de uno de los hilos.
—Dos siclos de plata (1): es una hoja excelente
; contestó el cuchillero descolgándola del aparador. Dimas la examinó un
momento; pero recordando que no poseía ni un miserable óbolo, dijo al vendedor:
—¿Quieres fiarme esta arma, y te daré antes
que la luna nueva bañe con sus rayos el alto minarete de la torre de David
veinte onzas romanas por ella?
—¿Y quién me responde de que cumplirás tu
palabra? porque yo no te he visto jamás.
—Te responde la memoria de mi difunto padre,
á quien voy á vengar con esta arma, y sobre cuya cabeza juro entregarte esa cantidad,
que es como sabes veinte veces mayor que la que me has pedido, si no muero en
la demanda.
Las palabras de Dimas tenían un sello de verdad inexplicable. El cuchillero comprendió que algo extraño pasaba en el corazón de aquel joven, y por uno de esos arranques que no se explican en un judío, fió en las palabras del matutino comprador, viendo un negocio soberbio en aquella venta extraña.
—Si me engañas, peor para ti, le dijo
entregándole el cuchillo; si tienes palabra, Jehová te proteja y te salve délos
peligros á que puede esponerte tu venganza.
—Gracias, amigo mió, murmuró el huérfano;
pero antes de separarnos debo decirte mi nombre para que conozcas á tu deudor. Me
llamo Dimas, tú lo oirás alguna vez, porque es nombre que ha de sonar bastante
en las doce tribus; y sin aguardar respuesta tomó la calle adelante, y poco
después, cruzando la puerta de los Ganados, fue á sentarse á la sombra de un
robusto sicomoro, de cuyo fruto comió con apetito, pues hacia muchas horas que
no tomaba alimento. Después empuñó el fornido mango del cuchillo, y descargó un
terrible golpe en el tronco del calloso arbusto. Dos pulgadas de hoja se
hundieron en la añosa corteza del árbol.
— ¡Oh! Tiene buen temple, se dijo para sí; la
punta ni siquiera se ha doblado: bien puede entrar toda la hoja de un solo
golpe en la garganta ó en el corazón del que arrojó el cadáver de mi padre á
los perros del muladar. Dos dias después, junto á la torre de Siloe, los
soldados de Herodes hallaron el cadáver de un anciano.
Tenia una profunda herida en la garganta, y otra exactamente igual en el corazón. Sobre su frente, prendido de un grueso alfiler, se veía un trozo de papiro, donde se hallaban escritas con sangre estas palabras:
<Dimas venga el insepulto cadáver de su
padre con la muerte de este fariseo, y jura por su memoria perseguir á sus descendientes
hasta la quinta generación. Después de este atentado, el joven huérfano huyó de
la ciudad sacerdotal refugiándose en los montes de Rama. El cadáver de su padre
hollado le impulsó á cometer el primer asesinato: el hambre le obligó á
ejecutar el primer robo. Dimas arrebató un cabrito á unos pastores. Desde
entonces empezó á vagar como un malhechor por lo mas fragoso de los bosques. De
noche abandonaba sus incultas madrigueras para asaltar á los indefensos caminantes; pero el desgraciado
huérfano, que aborrecía la Sangre por instinto, jamás empleaba otras armas que la
amenaza para despojar á sus víctimas.
Mientras tanto la luna nueva se aproximaba, y
Dimas no habia aun satisfecho al cuchillero las veinte onzas romanas que le adeudaba.
Había jurado pagarlas por la memoria del insepulto cadáver de su padre, y era
preciso cumplir el juramento. ¿Más cómo, cuándo ni un miserable denario de
cobre poseía?
Dimas, sentado al borde de una angosta barranca, comenzó á reflexionar sobre su suerte futura. Había dado el primer paso en la carrera del crimen. Sus hazañas vandálicas no pasaban aun de miserables despojos cometidos á los indefensos pastores con el solo objeto de aplacar el hambre; entonces allí solo encerrado consigo mismo comprendía lo que había hecho.
Era imposible retroceder; pero también comprendía que era indispensable que sus aventuras fueran en mayor escala. Ladrón por ladrón, se dijo, busquemos oro: la vida lo mismo se arriesga robando un sertcsio (1) que un talento (2) hebreo; la honra lo mismo se pierde robando una paloma que un buey.
Hecha esta resolución, Dimas se puso en pié, y agitando sus largos cabellos con un movimiento enérgico de cabeza, lanzó una mirada altiva por aquellas soledades que le cercaban , y acariciando el tosco mango de su cuchillo murmuró estas palabras:
—Cuando la vida se tiene en poco, el hombre
puede llegar á ser mucho; sí, es preciso que yo sea el rey de estos bosques, el
terror de Israel.
Por entonces divagaban en los montes de Samaria una cuadrilla de bandidos que, á la sombra de las contiendas civiles que agitaban las tribus de Israel, cometían toda clase de crímenes con una audacia increíble. En vano Herodes enviaba á sus soldados para exterminarlos: los bandidos de Samaría eran invisibles, y sin embargo el teatro de sus vandálicas escenas era el corazón de Palestina.
Los mercaderes de Egipto, de Damasco, de Tiro y Sidón se veían con frecuencia asaltados en medio del día, en mitad de los caminos. La audacia de los bandidos samaritanos no tenía límites. Las calles de Jerusalén presenciaron mil veces escenas de repugnante barbarie llevadas á cabo por el puñal homicida de los indómitos habitantes del monte Hebal. Sus devastadoras correrías se extendieron desde la tribu de Judá á la tribu de Aser, y no pocas veces cruzando el Jordán habían llevado el terror y el saqueo hasta los bosques de Efraim. Los montes de Samaria con sus profundas cavernas les servían de refugio para burlar las persecuciones de los herodianos.
El tétrico y solitario castillo que coronaba la cima del Hebal les servía de cuartel de invierno. Dimas era valiente: desesperando hallar la sociedad de los hombres honrados, se decidió á buscar la de los feroces bandidos de Samaria.
Después de cuatro días de marchas forzadas llegó á las faldas del terrible monte. Nadie se hubiera atrevido á tanto en aquellos tiempos. La desesperación centuplicaba el ánimo del hijo del platero jerosolimitano.
Dimas se detuvo como á unos treinta pasos de
la solitaria fortaleza.La subida era espinosa y cansada: desfallecido por la
fatiga se sentó sobre una piedra. Se hallaba solo: ni el canto de las aves, ni
la voz humana interrumpían la profunda soledad de los hondos precipicios que le
rodeaban. Dimas parecía el genio del mal, cuando después de su caída se sentó
al borde del abismo á contemplar por un instante la horrible mansión que Dios
le concedía en castigo de su soberbia loca.
CAPITULO IV
Los bandidos.
Ni una sola nube manchaba el claro y hermoso horizonte de Palestina. El sol, desde la mitad del cielo, bañaba con la radiante luz de sus rayos las escabrosas cordilleras y los fértiles llanos de Samaria. Y allá á lo lejos, por la parte del Este, se extiende una nube cenicienta que, á semejanza de una larga culebra de gasa, hunde su enorme cabeza en las azuladas aguas del lago de Genezaret; mientras que su enroscada cola iba á sepultarse entre las pesadas y malditas aguas del mar muerto. Aquella cinta de encaje flotante, aquella manga de polvo que parece brotar de la tierra, eran las nieblas del Jordán que se elevaban al cielo en vaporosas y húmedas emanaciones.
Dimas contempló en silencio el grandioso panorama que se extendía ante sus ojos. De vez en cuando sus miradas se fijaban en el tétrico y solitario castillo. 'Su cerrada puerta, sus desiertas almenas, sus desmoronados muros, le daban el aspecto de una de esas mansiones malditas, cuyas sangrientas tradiciones apartan con espanto de sus contornos á los medrosos habitantes de las aldeas, á los ingenuos y supersticiosos apacentadores de ganados.
Dimas, firme en su propósito, después de asegurarse de que su puñal permanecía oculto en los pliegues de su túnica, desrolló de su cintura una honda formada con hojas de palmera seca, colocó una piedra de tres pulgadas de diámetro en la cuna de la honda, y luego, haciéndola girar como un molinete sobre su cabeza, envió el proyectil dentro del castillo por encima de sus murallas. Esperó algunos momentos, pero nadie asomaba á sus torreones. Volvió á repetir por tres veces la misma maniobra; pero éstas, como la primera, tuvieron el mismo resultado.
—El castillo está solo, se dijo; y una
sonrisa extraña asomó á sus labios. Luego continuó hablando consigo mismo.
—Bueno fuera que un barbilampiño como yo se
apoderara de la bolsa de esos zorros barbados que hacen temblar con solo sus nombres
á los impíos y afeminados romanos, á los torpes y cobardes herodianos, y á los
indefensos mercaderes del Nilo, el Eufrates y el Jordan.
Dimas, después de murmurar estas palabras, se
quedó un momento pensativo.
Luego se pasó la mano por la frente varias veces, y desnudando su largo puñal y arrojando una saliva sobre una peña, se puso con tranquilidad á afilar la punta del instruto que había vengado á su padre.
—Ea, valor, Dimas; la muerte es un momento:
la vida es larga y pesada cuando se tiene hambre y se duerme en despoblado. Y
diciendo esto se encaminó resueltamente hacia el castillo en cuya puerta
descargó tres fuertes golpes con una piedra que habia cogido al paso, de propio
intento. Nadie respondió.
Entonces, seguro que el castillo se hallaba abandonado, reconoció escrupulosamente el muro que le cercaba, halló un trozo derruido, por el cual, aunque no con mucha facilidad, podía escalarse la fortaleza por las muchas grietas y rajadas piedras. Con el puñal en los dientes comenzó á trepar por la muralla. Una mano que hubiera flaqueado, una piedra que se hubiera
desprendido, su muerte era segura; su cuerpo,
rodando de abismo en abismo, se hubiera deshecho en sangrientos pedazos contra
los salientes picos de las rocas.
Por fin, después de incalculables dificultades, llegó á la plataforma.de la muralla cubierto de sudor el rostro y ensangrentadas las manos. 'Una vez allí recorrió en vano los estrechos pasadizos, las desiertas cámaras de la tétrica fortaleza, sin encontrar el codiciado tesoro que había soñado. Sus moradores debían tener indudablemente algún sitio destinado á ocultar su botin; pero este sitio solo á ellos ó á la casualidad le era fácil descubrirlo. Dimas desesperó de encontrarle después de tres horas de minucioso escrutinio.
—Todo me indica que esta madriguera está
habitada por los bandidos samaritanos, se dijo; he visto huesos frescos de
carnero esparcidos por el suelo y teas resinosas recién apagadas metidas en sus
argollas de hierro; es igual: he venido por oro y no lo encuentro; esperaré á
que regresen, y ellos me le darán; de todos modos yo necesito un albergue...
será este castillo. '
Entonces se encaminó á una pieza que ya había
visto antes, y que según su cálculo debia ser la cocina y comedor de los bandidos.
Una vez allí comenzó á registrar cuidadosamente todos los oscuros rincones de la cocina, y no tardó mucho en descubrir una pierna de carnero colgada de un gancho de hierro. Siguió adelante en sus investigaciones, y sucesivamente halló ánforas con agua, pellejos de vino y sacos de maíz en varios huecos practicados en la pared, y que á primera vista no había distinguido á causa de la oscuridad. Aquello era la despensa de los bandidos, y Dimas pensó aprovechar el tiempo.
Firmemente resuelto á esperarles, se encaminó al fogon ó chimenea, que se hallaba, según costumbre de los hebreos, en mitad de la cocina y con gran alegría de su parte vió que relucían
entre las cenizas algunas ascuas. A los extremos
del hogar se hallaban algunos troncos de leña
seca, entre los que se veian algunas teas
esparcidas.
Dimas reanimó el fuego y encendió una tea, porque en aquel sitio la claridad era poca. Entonces colocó la pierna suspendida de un garfio junto á la llama, y mientras se asaba amasó una torta con la amarillenta harina y el agua de los odres. Media hora después el huérfano aventurero comía tranquilamente y libaba el delicioso zumo de la vid sentado en mitad de la cocina del castillo.
En esta tranquila ocupación se hallaba el atrevido Dimas, cuando apercibió un ruido sordo en las profundidades de la tierra. Dimas, después de fijar un momento su atención, continuó su interrumpida cena haciendo un movimiento de hombros con indiferencia.
El ruido se aproximaba cada vez mas. Diríase que muchos hombres hablaban y arrastraban tras ellos pesados fardos por debajo de la tierra que le servía de base. De pronto se oyó un crujido extraño y agrio en el pavimento como si un cerrojo ó una barra de hierro enmohecida se hubiera descorrido.
El huérfano siguió comiendo como si nada hubiera oído: solo por precaución cogió el puñal que se hallaba junto á las viandas, y se puso á picar con su punta la piedra que le servía de mesa. De pronto hundióse un trozo del pavimento, y Dimas vio abierta á su lado una boca del diámetro de cinco pies cuadrados. Dos manos se apoyaron en el borde de aquella abertura, y luego apareció la cabeza y después el cuerpo de un hombre que saltó con ligereza dentro de la cocina.
Este hombre no vió á Dimas, pues volviéndose de espaldas inclinó su cuerpo sobre el agujero, y estén tiendo los brazos, á los cuales se cogieron otras manos, tiró hacia sí con fuerza, y otro hombre saltó desde la cueva á la cocina, y así sucesivamente, ayudándose los unos á los otros, salieron catorce forajidos como si la tierra los vomitara, de repugnante catadura, de sucio y descompuesto atalaje.
El primer efecto que produjo á los bandidos la presencia de un hombre que comía tranquilamente en su madriguera, fue el asombro; pero repuestos instantáneamente, lanzaron un rugido, y desnudando los largos puñales, se abalanzaron sobre Dimas: pero éste de un salto se puso en pié, y retrocediendo unos pasos con el cuchillo en la mano les gritó con entereza:
—¡Eh, compañeros!... ¡Los lobos no deben
morderse los unos á los otros!... Y después el desagradecimiento es un defecto despreciable.
¡Por los cuernos del altar de Sion!... ¿Con que os he preparado la cena para
ahorraros trabajo, y reis matarme en pago del servicio voluntario que acabo de prestaros?..*
Los bandidos se miraron con asombro. Aquella mirada podia traducirse por esta
pregunta:
—¿Quién es este loco?
CAPITULO V.
Donde Dimas empona su honra por pagar su
puñal. Entre los salteadores, entre esa gente que arriesga la vida á cada hora
y hunde su puñal en el pecho de su prójimo con la misma indiferencia que apura
un vaso de vino; entre esa raza de miserables que crece en los presidios y
muere en el cadalso; nada es tan digno de admiración, de asombro y hasta de
respeto, como el valor personal.
Aquel joven imberbe, casi un niño, les miraba con los ojos serenos y la sonrisa en los labios. Su corazón, su espíritu, se hallaban tranquilos ante las aceradas puntas de los puñales que amenazaban su cabeza, que podían exterminarle.
Después, solo un hombre extremadamente atrevido y valiente podía haber asaltado aquella mansión de horror que ellos habitaban, teatro de sus vandálicas escenas y espanto de los campesinos samaritanos. Todas estas reflexiones pasaron indudablemente por las obtusas y salvajes mentes de los bandidos, y sin podérselo explicar, sintieron cierta simpatía, cierta admiración hacia el atrevido mancebo que tenían delante desafiando su poder, el cual habla con su audacia cautivado sus corazones encallecidos por una vida de crímenes y de sangre.
— ¡Nadie le toque! Exclamó uno de los
bandidos cuya barba blanca, ademan altivo y lujoso traje decían bien claramente
que debía ser el capitán. ¿Quién eres? Le preguntó después de examinarle
atentamente con una mirada de águila.
—Soy un compañero vuestro; un joven que
comienza el oficio lucrativo que profesáis; que admirado de vuestras proezas
viene á que le perfeccionéis con vuestro saber en los secretos del arte. Los
bandidos soltaron una carcajada estrepitosa.
—¿Os reis? Exclamó Dimas imitando la
hilaridad de los facinerosos. Me alegro infinito: eso quiere decir que ya
comenzamos á ser amigos, y por lo mismo voy á pediros un favor. ¿Queréis
prestarme veinte onzas romanas?
Los bandidos se miraron como queriendo
decirse: no hay duda, está loco. Solo el capitán no demostró asombrarse de las palabras
de Dimas. Sus ojos penetrantes y fosfóricos, como los del ave de rapiña oculta
en los matorrales, se fijaban de una manera tenaz en la franca y altiva
fisonomía del jó ven.
—Comprendo vuestro asombro, volvió á decir Dirás,
viendo que nadie le contestaba. Antes de pediros dinero debía haberos explicado
el motivo que me obliga á solicitar un préstamo la
primera vez que tengo el honor de trataros;
pero por el sombrío Balaal, á quien todos pertenecemos, os suplico que toméis
asiento y no me miréis con ojos espantados. Diraas contó en pocas palabras lo
que desde la muerte de su padre le había acontecido en Jerusalen y sus
cercanías.
Al terminar su relato, el viejo capitán, que hasta entonces solo había desplegado sus labios para prohibir á su gente que hicieran daño á su atrevido huésped, dió un terrible puñetazo sobre sus rodillas, y arrojando un puñado de plata en las manos de Dimas, que sacó de un inmenso bolsillo de cuero que colgaba de su cintura , exclamó con voz cavernosa.
—Toma y paga tu deuda, joven, porque es
sagrada. Si eres ingrato á los beneficios, Belsebuh (1) te envíe sus asquerosas
legiones, y devorado seas por ellas; si eres leal, Gad (2) te eleve sobre los rayos
de su rueda.
— Gracias, anciano. Dimas te probará que no
has sembrado favor en tierra infecunda.
—Mi nombre es
Abaddon (3), soy samaritano, no lo olvides; con la misma facilidad
tenderé la mano para prohijarte que para exterminarte.
—No be de olvidarlo. Ahora dame tu permiso
para partir: antes de cuatro dias la luna estará en su lleno, y desde aquí á Jerusalén
hay tres jornadas largas.
—La paz de Dios sea contigo durante el viaje,
contestó el anciano; y luego, dirigiéndose á uno de los bandidos, continuó: Uries
(4), acompaña á este muchacho por el subterráneo al camino crucero de los
romanos.
—¿Le vendamos los ojos? Preguntó Uries á su
capitán. Abaddon miró un instante á
Dimas, y éste mantuvo aquella mirada con tanta nobleza, con tal serenidad, que
el capitán, dirigiéndose al bandido, dijo: T-Yo fio en su palabra: no le vendes
los ojos; pero llévale por el camino largo.
Dries alzó la trampa y desapareció por ella
seguido de Dimas. Ambos caminaron por espacio de media hora por un subterráneo.
El camino era oscuro, la atmósfera pesada y salitrosa, y enfriaba con sus
vapores las sienes de los dos caminantes.
—Por Jacob, exclamó Dimas, que si no me das
la mano para guiarme creo que voy á dejar los sesos en alguna de estas rocas que
amenazan caer sobre nuestras cabezas.
—Toma y sígueme sin miedo; el piso es suave y
la bóveda es tan alta, que Goliat y Saff, si no hubiesen muerto, podrían pasar sin
inclinar la cabeza. Y diciendo esto el bandido le alargó la punta de su capa ó
manto, que Dimas cogió. De vez en cuando el joven aventurero sentía sobre su
rostro un airecillo fresco, lo que le indicaba que algunos agujeros practicados
en la roca permitían la renovación del aire en aquella galería subterránea.
—¿Son respiraderos esas ráfagas de viento que
se perciben de vez en cuando? Preguntó con naturalidad Dimas.
—Son caminos que conducen á otras salidas de
la que buscamos. ¡Oh, si los soldados de Heredes llegan algún día á descubrir
nuestra madriguera, trabajo les doy para encontrarnos! Dimas comprendió que se
las había con hombres prudentes y entendidos en el oficio, y eso le regocijó. Por
fin el bandido se detuvo diciendo:
—Ya hemos llegado. Ayúdame á levantar esta
piedra. Dimas le obedeció, y poco después vio los rayos de la luna que lucían
como hebras de plata sobre el dilatado valle que se extendía á sus pies.Miró en
torno suyo para reconocer el terreno y dijo á su guía:
—No veo el castillo.
—Se halla á la pane opuesta del monte. Pero
no perdamos tiempo: hoy hemos andado mucho y el sueño me escarabajea entre las
cejas.
—Vamos pues. Y comenzaron á bajar de roca en
roca como dos cabras monteses en dirección á la llanura.La noche era clara y
tranquila, el céfiro nocturno apenas tenia fuerza para agitar las hojas de los
árboles. '
—Tú que serás práctico en la marcha de los
astros, preguntó Dimas á su compañero, aá qué altura nos encontramos de la
noche? Uries miró al cielo y luego dijo:
—Es temprano: nos hallamos á la cabeza de la osgelis (1); antes que
llegue la hora del galicidio (2) podrás encontrarte en Bethel. Una vez allí
caminas siempre hacia el Este bordeando un arroyo que te conducirá á las
riberas del Jordán. Luego tuerces en dirección al Sur y hasta encontrar á
Jericó; y de Jericó á Jerusalén nadie se pierde, porque las caravanas abundan,
y después la vía romana te conducirá á la ciudad santa; aunque yo voy á darte
un consejo. Los caminos hechos por los romanos, que Dios vivo confunda, no nos
convienen á nosotros tanto como las veredas intransitables de los lobos. Créeme
joven: más vale caminar solo por los bosques que acompañado por los caminos de
César. .
—Te doy las gracias y seguiré tu consejo.
—Entonces que la paz sea contigo, porque ya
hemos llegado al sitio en donde es preciso separarnos. Sigue esta senda, que
ella te conducirá á Bethel: la noche es clara…
—Antes de separarnos, quiero hacerte una
pregunta.
-Habla.
—Cuando regrese al castillo, ¿por dónde debo
introducirme en él?
—Por la muralla como lo hicistes hoy. Si no
estamos, espera.
—Está bien, hasta dentro de unos dias.
—Que Jehová te guie y te salga todo como
deseas.
—Lo mismo te digo.
Dimas tomó la vereda que conducia á Bethel.
Uries sc encaminó por la empinada cuesta en dirección á su madriguera. El
bandido murmuró para sí estas palabras al separarse del huérfano:
—Este muchacho hará suerte: es atrevido, y
apuesto mi puñal de Damasco y la parte de botín que me corresponde en un año, á
que todos mis compañeros le desean buena suerte y feliz regreso. Dimas,
mientras caminaba, se decía á sí mismo acariciando las monedas de plata que tan
generosamente le había prestado el capitán de bandoleros:
—Mi primera aventura salió mejor que
esperaba: con este dinero podré quedar con honra, y si hallo el cadáver de mi
padre darle un sepulcro digno de él. Ea, avivemos el paso, pues dice el refrán
que el que paga descansa.
"El
Mártir del Gólgota" es una
novela escrita por Enrique Pérez Escrich, publicada por primera vez en 1863. Se
clasifica como una novela histórica, específicamente dentro del género de la
narrativa hispanoamericana, y aborda la vida de Jesús desde una perspectiva
novelada, mezclando elementos históricos y ficticios. El libro narra la vida de
Jesús desde su nacimiento hasta su crucifixión, utilizando tradiciones
orientales y una visión emotiva y conmovedora del sacrificio de Cristo, según
Amazon.
Resumen:
Género: Novela histórica,
narrativa hispanoamericana.
Autor: Enrique Pérez Escrich.
Año de publicación: 1863.
Temática: Vida de Jesús,
combinando elementos históricos y ficción, con especial énfasis en las
tradiciones orientales y la dimensión emotiva de su sacrificio.
Significado: La obra busca
ofrecer una visión conmovedora y humana de Jesús, más allá de los relatos
puramente religiosos, explorando su vida en el contexto histórico y cultural de
su tiempo
Enrique Pérez Escrich
Pérez Escrich, Enrique. Carlos
Peña-Rubia y Tello. Valencia, 6.X.1829 – Madrid, 1897. Dramaturgo, novelista
por entregas.
BIOGRAFÍA
Realizó sus estudios en su ciudad natal. En
época temprana nació su afición por las letras, y gustó de tener contacto con
literatos y con la gente del teatro.
La muerte repentina de los padres de su novia le obligó a contraer matrimonio a la edad de diecinueve años y a hacerse cargo de la educación de los cuatro hermanos pequeños de su esposa dando muestras tempranas de la entereza de su carácter. Como su situación económica era muy complicada, decidió trasladarse a la capital del Reino esperando que la fortuna fuera más propicia. Trabajó laboriosamente, en particular como dramaturgo, para lo que se creía mejor dotado. A pesar de las dificultades iniciales, comenzó su andadura como escritor de dramas sentimentales como El rey de bastos (1850), a la que siguieron otras, y luego de zarzuelas, siendo la primera conocida Cuarzo, pirita y alcohol (1855), con música de José Rogel, habitual arreglista de sus obras. Escribió bastantes obras de teatro, de forma tal que se hizo un nombre en el campo de las letras. Aunque siempre sintió predilección por la actividad dramática, a partir de 1863 decidió seguir el consejo de sus editores y publicar novelas por entregas, ya que ésta era una fórmula de éxito asegurado. Así, trasladó a este género sus propias obras de teatro y convirtió su drama más famoso, El cura de aldea (1858) —por la que Luis Mariano de Larra le había llevado a los tribunales, ya que se parecía a su obra La oración de la tarde—, en una de sus más cotizadas novelas. [...]
Obras
La voz de las provincias, escena alegórica,
Madrid, J. Rodríguez, 1854
Calamidades, juguete cómico en verso, Madrid,
J. Rodríguez, 1855
Los extremos, juguete cómico, Madrid, J.
Sánchez, 1855
Cuarzo, pirita y alcohol, zarzuela en un
acto, Madrid, J. Rodríguez, 1855
Ver y no ver, Madrid, J. Rodríguez, 1855
La hija de Fernán Gil, drama en tres actos,
Madrid, C. López, 1856
El maestro de baile, pieza cómica en un acto,
Madrid, P. López, 1856
Las garras del diablo, farsa cómico-lírica en
un acto, Madrid, C. López, 1856
La dicha en el bien ajeno, Madrid, 1857
El cura de aldea, drama, Madrid, 1858
Géneros ultramarinos, juguete cómico en un
acto y en verso, Madrid, C. López, 1858
La mala semilla, Madrid, 1859
Los moros del Riff, Madrid, 1859
Caricaturas, Madrid, 1860
Recuerdos de gloria, juguete cómico lírico,
Madrid, J. Rodríguez, 1860
El que siembra recoge, zarzuela en un acto y
verso, Madrid, J. Rodríguez, 1861
Lo tuyo mío o El saco de noche, comedia en
tres actos, Madrid, J. Rodríguez, 1861
La caridad cristiana, Madrid, F. Martínez
García, 1863
El mártir del Gólgota, tradiciones de Oriente,
Madrid, F. Martínez García, 1863 (Madrid, E. Castro, 1954)
El cura de aldea, Madrid, Manini, 1863
El corazón en la mano, Madrid, M. Guijarro,
1863
La mujer adúltera, Madrid, Manini, 1864
El frac azul (Memorias de un hombre flaco),
Madrid, Manini, 1864
Las obras de misericordia, Madrid, M.
Guijarro, 1864-1865
La envidia, historia de los pequeños, Madrid,
M. Guijarro, 1865
Los hijos de la fe, Madrid, M. Guijarro, 1865
Los matrimonios del diablo, Madrid, M.
Guijarro, 1867
Los ángeles de la tierra, Madrid, M.
Guijarro, 1867
El amor de los amores, Madrid, M. Guijarro,
1869 (París, Garnier Hnos., 1923)
Escenas de la vida, colección de novelas,
Madrid, M. Guijarro, 1869-1870
La calumnia, páginas de la desgracia, Madrid,
M. Guijarro, 1872- 1877
Los que ríen y los que lloran, Madrid, M.
Guijarro, 1873
El ángel de la guarda, Madrid, M. Guijarro,
1874 (Zaragoza, Imprenta Heraldo, 1927)
El corazón en la mano, memorias de una madre,
París, Garnier, 1874
Maestro de hacer comedias, Madrid, M.
Guijarro, 1875
La comedia del amor, Madrid, M. Guijarro,
1875
El maestro de baile, pieza cómica en un acto,
Madrid, P. López, 1875
Los cazadores. Episodios alegres, escritos al
aire libre, Madrid, M. Guijarro, 1876
El manuscrito de una madre, Barcelona,
Montaner y Simón, 1877
La Guerra Santa, zarzuela en tres actos,
Madrid, J. Rodríguez, 1879
¡Vivan las caenas!, zarzuela en tres actos,
Madrid, J. Rodríguez, 1879
Los desgraciados, cuadros sociales, Madrid,
M. Guijarro, 1879
El libro de Job: memorias de un filósofo
moderno escritas en forma de novela, Madrid, M. Guijarro, 1881, 2 vols.
La Mancha: narraciones venatorias (segunda
parte de Los cazadores), Madrid, Imprenta de Fortanet, 1881 (ed. de A. Álvarez
Barrios, Madrid, Giner, 1982)
La hermosura del alma, Madrid, J. M.
Faquineto, 1882
La buenaventura, Madrid, M. Guijarro, 1885-
1887
Las mariposas del alma, Madrid, M. Guijarro, 1887
El hombre de las tres vacas, narraciones
inverosímiles, Madrid, M. Guijarro, 1888
¡Sálvese el que pueda!, pieza cómica en un
acto, Madrid, Cuesta, 1892
Los elegidos, Madrid, M. Guijarro, 1894
El camino del bien, Madrid, M. Guijarro, 1894
El último beso, Madrid, M. Guijarro, 1894
Un libro para mis nietos. Colección de
novelas, cuentos y artículos, Madrid, M. Guijarro, 1894
Sor Clemencia, Barcelona, Montaner y Simó,
1895
Narraciones literarias, Madrid, Litografía de
Huérfanos, 1895.
Recopilado y digitalizado por, Pedro Alcázares
Fecha:24/07/2025.
Hora: 03:53 p.m.
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